Trabajo líquido. Principios sólidos. (Publicado en Món Empresarial)

Entender el trabajo como una actividad que con horarios fijos y una relación contractual estable, exclusiva y perdurable será, cada vez más, una excepcionalidad. Esta concepción el trabajo respondía a las necesidades de la época industrial, en la que las personas quedaban subordinadas a las necesidades de las máquinas y de un sistema de organización con producciones programadas y planificadas para largo plazo.

La naturaleza del concepto de trabajo ha cambiado y cambiará todavía más en los próximos años y creo que simplificamos mucho el análisis cuando consideramos que la tecnología es su único transformador. No podemos ignorar otros factores como los cambios de ciertos valores sociales y de expectativas vitales de las nuevas generaciones, la ausencia de alternativas al actual pacto social o, incluso, la pérdida de referentes morales que ,a menudo, hace que las empresas entiendan sus beneficios sólo en términos financieros.

El trabajo líquido es la respuesta natural a los parámetros del nuevo mundo; pero hay que recordar que no se trata de un modelo de relación que convenga sólo a las empresas que buscan como reducir los riesgos derivados de la rigidez de la legislación laboral, sino que también se convierte en la opción preferida de los profesionales de más alto valor que prefieren sentirse libres y no verse limitados por unas direcciones y propiedades de menos valía que ellos.

¿Pero como mantener unas relaciones estables en estas condiciones? ¿Cómo favorecer marcos de referencia que impulsen el mayor potencial de esta fuerza líquida?. Todos sabemos la fuerza que tiene el agua, si va en una dirección y está canalizada.

Aplicado al trabajo, la dirección de la fuerza del trabajo líquido tiene que venir definida por un buen propósito: un proyecto por el que valga la pena luchar y que siempre tiene que ir mucho más allá del simple y pobre beneficio económico. La canalización la constituyen dos (y sólo dos) principios claros, simples e inequívocos. Cómo supo entender la primera iglesia, los diez mandamientos de la ley de Dios se resumen en dos. No hacen falta más.

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